La década perdida

LA DÉCADA PERDIDA

Han pasado diez años desde el infantil temor al Y2K, que llevó a muchos a prescindir de sus electrodomésticos en el recibimiento del nuevo siglo. Era el fin de la historia, Fukuyama lo había predicho, el capitalismo y el imperio americano eran inamovibles e incuestionables. El muro de Berlín había caído, el comunismo había muerto con la Unión Soviética, y la crisis de los tigres asiáticos había dejado sin fundamento la idea de un mundo “multipolar”. Estados Unidos se entronizaba entonces, como único e indiscutible imperio.

Fukuyama planteó en aquel entonces, que todo ello devendría en lo que en un escenario pseudokantiano se llamaría “la paz perpetua”, trayendo como consecuencia una confederación pacífica de naciones, que terminaría por profundizar la globalización. Sin embargo, con lo que no contaba Fukuyama (no olvidemos que él fue de los pocos “intelectuales” que apoyó la invasión a Irak), era con que el 11 de septiembre de 2001, en un acontecimiento aún no esclarecido, se produjo la (supuesta) primera acción de guerra en territorio americano desde Pearl Harbor.

El resultado fue el que conocemos, se detonó una nueva guerra mundial, soterrada, basada en conflictos “de baja intensidad”, que ha reavivado la guerra fría entre Washington y Moscú, que se creía extinguida.

El 11S supera en cuanto a la dimensión mediática y en su inmediatez, a otros “grandes acontecimientos” (en realidad detonantes de guerras) como Pearl Harbor, el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo o el incendio del Reichstang.

Es un lugar común creer que los atentados del 11-S fueron los que redefinieron por completo el contexto y la significación del término “terrorismo”. El discurso del terrorismo ha venido en ascenso, y ha sufrido diferentes transformaciones, de acuerdo a la sucesión de actos criminales, pero también de acuerdo a los intereses políticos, económicos y geoestratégicos de las administraciones de los Estados Unidos de América.

A la destrucción del WTC el 11-S, sobrevino el “turno” al bate de la maquinaria de guerra norteamericana, llevando a la desestabilización por razones estratégicas regiones del planeta en aquel entonces en la periferia del dominio imperial. La forma en que esto se llevó a cabo en el plano ideológico fue a través de la doctrina del ataque preventivo.

Ocho años después, haciendo un balance tanto del aspecto militar y económico, es claro que el ataque ha beneficiado intereses estadounidenses y la máquina de guerra permite la existencia de una hegemonía (basada en la fuerza) del establecimiento estadounidense en países de Medio Oriente, donde antes su posibilidad de acción era limitada o nula. Son estos países, entre otros: Afganistán, Irak, Siria, Turquía, Corea, Indonesia y Pakistán, sin olvidar a Colombia. No hay duda de que la guerra es, y seguirá siendo, el motor de la economía (estadounidense).

Nadie podría olvidar dónde se encontraba en el momento de los atentado a a las Torres Gemelas. Lo que se ignora o se tiende a ignorar, es cómo y en dónde quedamos después de este acontecimiento, que ha conllevado a una ruptura temporal y espacial. Sin ir lejos, en 2001 Colombia desarrollaba un proceso de paz, que pese a las dilaciones y a diferentes inconvenientes, parecía prosperar de forma lenta, pero constante. Proceso en el cual muchos colombianos, veían como factible una negociación política, para encontrar la vuelta a la libertad de civiles y de miembros de la fuerza pública denominados por las FARC como “Canjeables”, y la inclusión en el juego político de una fuerza a la que se le había dado reconocimiento político.

Cuatro meses después del atentado a las Torres Gemelas la negociación con la guerrilla, que se había mantenido por tres años, terminó de manera abrupta, aun cuando durante esos tres años se sucedieron hechos tanto o más graves que los que precipitaron la ruptura de este proceso (el secuestro del senador Jorge Eduardo Gechem Turbay en un vuelo de Aires). Los seis meses restantes del gobierno de Andrés Pastrana se dedicaron, a lo que la revista Semana llamó “Guerra total”.

Paralelamente al endurecimiento de la negociación y al “rebosamiento de la copa”, un candidato a la presidencia recibe el apoyo de sectores industrial, gremial y financiero colombiano, además del apoyo de los paramilitares (como ya han confesado a la justicia estadounidense alias Don Berna, Mancuso y el “Mellizo” Miguel Múnera).

El debilitamiento del proceso de paz, terminó haciéndole ganar simpatías a la propuesta de “mano dura” del entonces candidato Álvaro Uribe Vélez, Lo que se planteó en aquel entonces y lo que hoy se viene realizando, es una redefinición de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos, basados ya no en el componente social ni político, sino en el factor de la defensa y la seguridad. El Estado, relega lo Social a un segundo plano y pasa a ser el Estado gendarme.

Según Betrand Russel, ese sacrificio del individuo, la cesión y usurpamiento de sus derechos por la inmanencia del Estado, es el rasgo más claro del estado totalitarista. Se evidencia que en aras de la seguridad del Estado, se saltan los demás derechos “democráticos”. Esta visión que conlleva un sesgo utilitarista, contradice el estado de derecho, y en la práctica se convierte en una suerte de dictadura de la mayoría, cuando lo lógico en una democracia es que el respeto de los derechos de la mayoría se alcanza también respetando los derechos de la minorías: minorías culturales, religiosas, e incluso, y por qué no, la supuesta y muy cuestionable idea de la «minoría ideológica». Ahora, a esa dictadura se le etiqueta con el eufemismo del “Estado de opinión”.

Colombia y el mundo han perdido otra década en la guerra. El único saldo han sido muertos, secuestrados, desplazados y silencios. Los únicos beneficiados han sido los asesinos que la promueven, de parte y parte. Los perdedores, la institucionalidad, secuestrada por el poder mafioso de la Casa de Nari, así como la gente honrada y de bien, víctima de los desmanes de unos cuántos hampones que en una parodia de guerra, sacrifican a los mejores colombianos: campesinos, obreros e intelectuales, que caen en la trampa del belicismo.

En ocho años, Uribe ha destrozado a Colombia, ha crecido el desempleo, la indigencia se ha multiplicado, los desplazados se apiñan en los semáforos. El gobierno colombiano se ha enfrascado en una carrera bélica en detrimento de la inversión social. Nuestro país en lo económico se ha visto perjudicado por una errada diplomacia, que ha traído como consecuencia el aislamiento regional de Colombia. Disminuyeron las exportaciones, las plazas de trabajo… mientras que lo único que ha aumentado es la delincuencia y los asesinatos en las grandes urbes. Para la muestra un botón: la situación en Medellín es insostenible. Estamos peor que en los tiempos de Pablo Escobar. Y esto es porque estamos en los mismos tiempos de Pablo Escobar.

Esta noche, en sus palacetes, los que agencian y promueven esta maldita guerra, festejan con la sangre de los inocentes. Ojalá (escúchame Niño Dios) se atragantaran al menos con su caviar.

“La guerra es un juego de ajedrez que juegan los poderosos, que si los que hacen de peones lo entendieran, se negarían a jugarlo”.

Ps. Gracias a tod@s por sus buenos deseos. Un fuerte abrazo.

«Uribestiario»